jueves, 3 de febrero de 2011

V DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

EVANGELIO 

         En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
         — Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
         No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
         Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
         Tampoco se enciende una vela para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
         Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo. (Mt. 5, 13-16)


COMENTARIO

La proclamación de las Bienaventuranzas termina en lo que podemos considerar como una constatación: quien las vive se convierte automáticamente en “sal” y “luz”.

Un poco antes, Mateo nos había dicho que Jesús era “la luz que brilló en Galilea” (4,16). Ahora se afirma de todo aquél que asume el espíritu de las Bienaventuranzas. Es decir: somos luz, como Jesús, en la medida en que, tomando distancia de nuestro yo, permitimos sencillamente que la luz “pase” a través nuestro de una manera desapropiada.

Dios es luz –se lee en la Primera Carta de Juan (1,5)- y no hay en él tiniebla alguna”. La persona que vive en la Presencia de Dios –reconociendo en ella su verdadera identidad- es un “cauce” a través del cual pasa la propia luz divina.

Ni la impide, ni la retiene, ni se la apropia: Dios mismo se hace patente y su nombre –tal como dice Jesús- es glorificado. “Dar gloria al Padre” equivale a reconocer con admiración la Belleza de todo lo que es, el milagro de la Vida –a pesar de tantos signos aparentes de “muerte”- y la Luz que todo lo impregna… y que percibimos cuando salimos de la prisión de la mente.

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