Los evangelios sinópticos (Marcos, Mateo
y Lucas) colocan el relato de las tentaciones de Jesús al inicio de su
actividad pública. Quizás con ello nos están diciendo que, antes de empezar una
misión liberadora, es necesario enfrentarse con los propios “demonios
interiores”.
Sin haber pasado
por ahí, lo más probable es que veamos los “demonios” en los demás o que
estemos a merced de esas fuerzas que permanecen ocultas, pero bien activas, en
nosotros, conduciéndonos adonde no queríamos ir.
Los demonios de
los que hablan estos relatos son tres que caracterizan bien al ego: el tener,
el poder y el aparentar. Es en ellos donde el ego se atrinchera y donde se
aferra para sentirse que es "algo". Bienes materiales, poder e
influencia, imagen y prestigio: he ahí los intereses del ego.
Si nos damos
cuenta, lo que se busca detrás de ellos, es una misma cosa: seguridad.
Precisamente por eso, la manera de “lidiar” con esos demonios es reconocer la
necesidad pendiente y descubrir la falsedad de sus promesas.
Quien se halla
sometido a esos “demonios” es nuestro niño interior, necesitado de seguridad.
Si miramos bien, veremos que, detrás del estereotipo del avaro, del déspota o
del vanidoso, hay siempre un niño que está reclamando seguridad y afecto.
Durante este período de reflexión y
cambio que nos ofrece la cuaresma debemos comprender y asimilar como cristianos
que todo el dinero del mundo, todo el poder y toda la fama son incapaces de
otorgar seguridad y plenitud. No solo eso, esas voces de la tentación nos
confunden y nos hacen olvidarnos de nuestra verdadera identidad. Que somos
hijos de Dios y que estamos llamados a vivir en Él y que sólo en Él nos
encontraremos verdaderamente reconfortados y alegres
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